Prólogo de Martín Ortiz en el libro «El Cuerdismo».
Conozco a Alan Robinson hace unos 20 años. Por alguna extraña razón – acaso su “locura”- él tenía, según me contó años más tarde, cierta admiración por mi trabajo como actor. Por aquellos años, él ya había tenido lo que llama su “primera performance” y, si no recuerdo mal, en esos tiempos tuvo la “segunda”. Con el paso del tiempo las memorias se mezclan, se entrecruzan, y dan resultados que, si bien pueden no ser históricos, no dejan de ser reales. Bien puedo afirmar que, aquella segunda performance, está teatralmente vinculada a su trabajo como actor en una hermosa versión de “La zapatera prodigiosa” de Lorca.
Volvimos a encontrarnos años después ya no recuerdo cómo y ni siquiera importa. En verdad, lo encontré a él, leyendo un poema de Jacobo Fijman en un recital colectivo de poesía. Leyó, recitó, le atravesó el cuerpo: “Canto del cisne” aquel que empieza con esos desgarradores versos:
Demencia,
el camino más alto y más desierto
Después de ese encuentro poético estábamos programando un café. Días después tomamos un tradicionalmente horrible café de McDonalds (lugar que la cordura determinaría poco adecuado para armar proyectos artísticos) y, un tiempo más tarde, estrenábamos como dramaturgos y actores (junto a un equipo artístico maravilloso) la obra “Yo soy Fijman”. Fijman, no está de más aclararlo, es un poeta que vivió los últimos 30 años de su vida recluido en el Borda y rescatado en los últimos años por un joven Vicente Zito Lema. Fijman era un judío converso al catolicismo, un poeta místico en plena explosión vanguardista, un rara avis, un hombre en contra de la corriente, un “loco” que, según su decir, luego de ser internado en el Borda, decidió quedarse allí y encerrarse en el único lugar donde podía ser feliz: la biblioteca.
Tomo distancia y observo a Alan. Observo su obra. Desde “El eskape del panóptico” hasta este libro, “El cuerdismo”. Participé en varios de sus proyectos escribiendo a cuatro manos y dirigiéndolo (“Un psiquiatra”), co-escribiendo y actuando junto a Carina Resnisky, Federico Mercado y Vicente Zito Lema con la dirección de Marcela Fraiman (“Yo soy Fijman”), siendo nombrado en sus libros o nombrándolo en alguna obra mía (“A propósito de la tempestad”). Desde esa distancia que tomo, puedo afirmar que la obra de Alan hasta hoy es su viaje necesario para develarse un misterio profundo: el vínculo entre arte y locura… o el camino de la locura al arte, o del Arte a la Locura.
La obra de Alan, también este libro, es parte de su lucha por hacer entender a los que encasillan y estigmatizan que no todo puede encasillarse, ser licuado en una generalización, para tranquilidad de espíritu del fabricante del “Catálogo de las Personas”. Es también, quizás, un grito. El grito es aquella respuesta a la que, a veces, nos arrastran los necios, las mentes limitadas a no ver más allá de lo vulgar que han podido construir para su propia tranquilidad. En este caso, el grito para intentar hacer entender al “Sabio Ciego” que puede que esté loco pero mi locura no es la del que, en un brote psicótico, exterminó a una familia. El “Sabio Ciego” es el que asocia cualquier mínimo delirio a ese caso particular y específico que, definitivamente, no es el común de los casos.
Alan Robinson generaliza y eso le puede traer las críticas más sencillas. Su generalización es una estrategia para hacer visible el problema. Está claro que no todo “loco” es Hölderlin, o Van Gogh, o Artaud. Pero es necesario que quede claro que la humanidad necesita de esos “locos” a los que rechaza, a los que intenta censurar y encerrar, porque nada produce más terror que lo distinto, que es lo desconocido.
Pienso en “locos” de la historia. Y cuando hablo de “locos” hablo de personas con una sensibilidad distinta, especial; con una percepción de los hechos y las cosas que resultan casi subversivas por nuevas. Pienso en Jesús que hoy sería un pobre tipo en pleno Delirio Místico, pero en sus años –aun entre decenas de otros auto proclamados Mesías- fue el Mesías para muchos, su palabra fue escuchada, su palabra fue ganando adeptos y, ante el riesgo que representaba su locura, el poder real lo mató. Hoy, Jesús sería uno más en la habitación más oscura del neuropsiquiátrico Borda y haría algún programa en “La Colifata”.
Pienso en Juana de Arco cuyo “delirio místico” se topó con los auto-proclamados “Sucesores de Cristo” que la quemaron. Pienso en la desbordante sensibilidad de Van Gogh a la que llaman “locura” y sin la cual nunca hubiéramos tenido esa cima de la pintura: su locura es hoy parte de la cotización de sus cuadros.
Hay una frase que, a mi modo de ver, sintetiza este libro y, acaso, enmarca toda la obra de Alan, entendida como batalla por el derecho al delirio.
La frase es: exiliarse de las normas
El cuerdismo es el constructor de normas. Todo el que quiebre esas normas será definido como “loco”. En última instancia, es el mismo cuerdismo quien construye la locura, define al loco, lo diagnóstica para estigmatizarlo y anularlo. Pero el cuerdismo no es ingenuo, diagnóstica a todos los locos, pero le preocupa, sobre todo, el diagnóstico como método de censura sobre aquel “loco” que puede subvertir esas normas.
El verdadero arte es exiliarse de las normas, saltar por encima del laberinto de los lugares comunes, de las reglas impuestas por el mercado, de los temas señalados por cierto intangible “espíritu de la época”, para crear un “objeto de arte” que moleste al espectador o el lector, que le ponga en duda ciertos valores, que le haga temblar el mundo. En este mundo ultra capitalista, provocar sensaciones, dudas, sumir en cierta zona del misterio al espectador, es un actor de subversión.
“El cuerdismo” como toda obra de Alan Robinson es incomodante, cuestionadora. Alan cuenta su historia, nos transmite sin tapujos su mirada sobre temas conflictivos; opiniones sostenidas en años de vivencias y reflexiones. Sus libros no pueden leerse sin que el cuerpo se mueva, sin que se caiga una lágrima, se dispare una indignación o, incluso, sin que se le discutan ciertas afirmaciones. Es un libro de afirmaciones que, sin embargo, no da respuestas, sino que abre infinidad de preguntas.
Es probable que, en la lectura de “El cuerdismo”, más de un lector quiera insultar al autor. Estimad@ lect@r, puede hacerlo sin problemas, Alan sabe que sucederá. Sólo uno de esos “locos” que este mundo necesita puede irse en bicicleta hasta su casa para entregarle, en su propia casa, el libro que usted compró sabiendo que quizás, mañana, lo esté puteando.
Martín Ortiz.
Buenos Aires, 1/08/2019.