6 de Junio de 2023.
Quería escribir un cuento a partir de esto que me pasó, pero como no me sale escribirlo en ese formato lo voy escribir acá en mi diario. Además, como estoy con insomnio, tengo tiempo. Tal vez más adelante, si vuelvo a leer el diario, pueda volver a intentar darle forma de cuento.
Estaba cruzando Chile a dedo de norte a sur, haciendo andinismo en los Andes. Mi plan era subir al Volcán Tupungato por la ruta normal chilena. No era la primera vez que hacía andinismo en la técnica solitario. Me iba a la montaña a caminar solo, para escaparme del malestar constante que me provocaba en la ciudad para producir algo que no entendía para que iba a servir. Habían pasado ya varios años desde que habían abusado de mí en el sucio encierro de un loquero. En la soledad de la montaña volví a creer en los milagros, pero de eso no podía hablar con el periodismo. De alguna forma algunos medios de comunicación repararon heridas que me habían dejado los psiquiatras, las drogas y los manicomios. Fueron algunos medios, que escucharon y me dieron el “derecho a réplica” que no me habían dado los tratamientos de los psiquiatras y psicólogos. Me devolvieron la razón, que la medicina me había quitado.
Así fue, allá y entonces cómo llegué a Santiago de Chile donde Carola, una costurera de vestidos de novia que me había recibido en su hogar en pleno verano, me recomendó ir a una ceremonia en la montaña. No sabía a dónde ni porqué iba, pero confiaba en Carola como quien confía en una madrina porqué me había alojado en su casa en un barrio pudiente de la ciudad. Tomé un colectivo desde Santiago que me llevó hasta una quinta en la montaña. El camino de ripio, la tranquera abierta y las dos huellas para camionetas me llevaron hasta un grupo de gente reunida alrededor de lo que sería una ceremonia de medicina con temazcal. Estaba un poco nervioso, sentía que transgredía varias normas sociales y que estaba poniéndome en riesgo porque el psiquiatra me había dicho explícitamente que no podía combinar la medicación con alucinógenos. Una vez llegada la noche el hombre de medicina, presentó la ceremonia y repartió ayahuasca. Tomé. Cantamos, agradecimos y pedimos lo que necesitábamos. Luego entré al temazcal y al salir estaba felizmente sorprendido de no haber vivido un “viaje alucinógeno”, sino que más bien había visto muchas cosas nuevas en mí.
Después de ese viaje a Chile, cuando volví a Buenos Aires empecé a participar en ceremonias de tabaco en una casa en Paternal, que me había llegado el contacto a través de la directora de la universidad privada donde estudiaba, cuando le había ido a reclamar algo como representante del centro de estudiantes que intenté armar. Años después, en el año 2005, hice mi segunda performance, que como era de esperar la psiquiatría describió como el “esperable brote psicótico”. Había dejado de tomar la medicación durante más de un año y mi estado de ánimo era estable. Me sentía fuerte y confiado pero tropecé con el orden social. ¿Debería haber seguido tomando la medicación? ¿Debería haber consultado más seguido al médico? El miedo volvió, como un trueno que levanta arena de un desierto. Entonces decidí ir a una ceremonia de medicina de hongos en Buenos Aires. Creyendo que sería el momento justo, mi madrina Patricia me invitó a una casa antigua en el barrio de “La Boca”. Había que quedarse hasta el amanecer, porque cuando saliera el sol, recibiríamos un nuevo nombre, para quemar en el fuego de una buena vez y de una buena forma de los miedos de los que queríamos liberarnos.
Llegué de noche, a la hora que estaba convocada la ceremonia. La calle donde me dejó el colectivo era de esas calles feas llenas de fábricas. Caminé unas cuadras sin luces hasta llegar. La vieja casona de conventillo con paredes de chapa, con la fachada gris descascarada y el pasillito de entrada daba a un jardincito. Había olor a humedad. Ya había unas personas. Me asusté un poco más de lo que venía asustado, porque la primera persona que saludé parecía un muerto vivo. Tenía la piel pegada a los huesos y los ojos desorbitados. Pensé que ya habría consumido hongos y todas las expectativas románticas que tenía de la ceremonia se echaron a perder. Ese hombre tenía pocos dientes y te hacía sentir que había perdido la dignidad, que había pervertido su cuerpo y su espíritu de las formas más atroces. El hombre con pocos dientes se me acercó a darme la bienvenida, trató de sonreír con una sonrisa fracasada. Lo besé por compromiso y disimulando un poco de asco. No hubo en su rostro gestos en reacción a mi espanto. Parecía recién escapado de un manicomio. Había un humo por momentos como una nube gris, por momentos como una nube negra. Tenía la fantasía que la ceremonia sería un viaje psicodélico y descontrolado de los sentidos.
Pero nada de eso sucedió porque cuando se nos convocó a sentarnos en ronda alrededor de unas pocas brasas que sostenían un pequeño fuego en un comedor con las luces apagadas, Antonio, quien dirigía la ceremonia nos dijo que lo más importante era que tuviéramos claro cuál era nuestro propósito, qué estábamos buscando y qué estábamos haciendo ahí en ese preciso momento. Lo dijo con una convicción tan profunda que al día de hoy lo recuerdo: qué estoy haciendo acá en este preciso momento. ¿Qué hago? El momento de comer hongos se acercaba porque un asistente de Antonio, nos repartió unas bolsitas explicándonos con mucho amor que nuestro estómago se iba a aliviar con la medicina y las bolsas eran para guardar los alivios que luego serían entregados a la Tierra con mucho respeto. Hablaba de vomitar, pero le decía alivio. Antonio prendió una chala de maíz con tabaco, fumó, sopló humo hacia los puntos cardinales, hacia su corazón, su pelvis y su cabeza. Finalmente sopló humo a los hongos. Una vez más, desobedecía a mi médico por un extravagante deseo de curarme. Él había sido muy claro: nada de alcohol ni drogas. ¿Eran estos hongos una droga? Comí. Con mucho miedo le dije que no quería a Antonio y él me presionó para que comiera, con prepotencia.
– El honguito es medicina. Tú decidiste venir a esta ceremonia. Nadie te obligó. El guardián del fuego y yo vamos a sostener esta ceremonia con nuestras vidas. – Le respondí que tenía mucho miedo.
– Te voy a dar menos que a los demás, pero viniste a curarte y eso es lo que vas a hacer. El fuego te va a sostener. Comé.
¿Qué debía hacer? ¿En quién debía confiar? ¿En mi psiquiatra que había dicho que lo peor que podía hacer era tomar alucinógenos? ¿O en este hombre que me pedía que confiara en el fuego? Dudaba de mí, hasta que abrí la boca y tragué parte de la cuchara con miel y hongos. “¿Hice bien en comer o hice mal?” Una “limpia” es un trabajo que hacen en las ceremonias de medicina. Tenés que aclarar de qué te querés curar. Yo le pedí a Antonio que me ayudara a dejar de tener miedo a la locura. Cuando llegó el momento oportuno, me hizo cambiar de lugar en la ronda, quedando sentado frente a él.
– Mirá al fuego y larga el aire suave. – Me pidió y empezó a hacerme unos masajes demasiado fuertes con la punta de sus dedos que me hacían sentir que rompía mis huesos de la columna.
Empecé a temblar por sus masajes. Me asusté y Antonio me recordó que mirara al fuego y respirara suavemente. Entonces, todo de pronto se volvió como una pesadilla que cobraba vida. Todos teníamos de pronto el volumen que tienen los personajes de los sueños. Antonio empezó a soplar con su pipa humo de tabaco en mis ojos y en mis oídos. Sentí un cosquilleo por mi columna como si una serpiente estuviera subiendo por el interior de mis vértebras. Cada vez temblaba más. Mi cuerpo iba y venía del frío al calor. ¡Y yo que había llegado a ese lugar creyendo que iba a ver un zorrito que me hablara con la voz grave como muestra el capítulo de “Los Simpsons”!
Ahora estaba asustado pensando que me moría. Se me caían las lágrimas, me ardían los ojos por el humo y Antonio no me dejaba cerrar los ojos. Me ordenaba con autoritarismo que mirara el fuego. Entonces pasó algo que nunca pensé me podría llegar a pasar. Lo vi a Antonio, entre el humo, agarrar una brasa del fuego con la mano, con las puntas de sus dedos, sin expresar un solo gesto de dolor. Yo temblaba porque su asistente, el guardián del fuego seguía soplando humo en mi cara. Antonio abrió mi camisa y sin pedir permiso, apoyó la brasa para quemarme la piel a la altura de mi corazón… pero no pasó nada. La brasa no quemó mi piel, a pesar de que llegué a ver como la apoyaba contra mi pecho. Volvió a intentar quemar mi pecho una segunda vez, con más fuerza todavía. Pero nada. Mi cuerpo se resistía a ser quemado. Dejó esa brasa en el fuego y tomó otra, que apoyó por cuarta vez en la piel de mi pecho y esa vez la brasa quemó mi pecho. Sentí un calor que me quemaba todo el cuerpo. La brasa ardiente me había marcado para siempre el pecho. Ya no sentía que me moría, ahora sentía que me liberaba. Grité como nunca antes había gritado en toda mi vida entera. Grité como antes de haber nacido. Escuché el crujir de mi piel derritiéndose. Y volví a gritar por segunda vez más fuerte aún. Nunca había gritado tanto en mi vida. Grité aliviándome de un miedo que reprime mi conciencia, una fuerza invisible pero invencible.
Antonio volvió a su país. Me dejó instrucciones cuidadosamente detalladas, instrucciones en código, como si hubiera hablado usando jeroglíficos. Al día siguiente en una ceremonia de temazcal, quise hablar con Antonio sobre qué había pasado en esa “limpia” y pedí que me explicara por qué me había quemado. Le pregunté, un poco enojado, casi exigiendo una explicación coherente sobre lo que me había hecho la noche anterior con los hongos y el fuego. Dijo algo incomprensible, que me había abierto una ventana de la percepción en mi pecho, que a partir de ese día yo podía decidir cuándo abrirla y cuando cerrarla y que ya estaba limpio del parásito que me había contagiado y se estaba alimentando de mis miedos. Después de que escuchara fascinado y encantado, dijo que en realidad todo había sido una ilusión. Todo había sido un truco, un chiste y un cuento.
– No te creas el cuento. – Me aconsejó, para darle un cierre a la charla. No me sentí humillado, a pesar de haber sido manipulado por el brujo.
Nunca logré entender qué fue lo que hizo Antonio, ni creo que pueda entenderlo, pero se supone que me dejó una cicatriz marcada en mi pecho que me sirve para abrir y cerrar mi percepción cuando lo sienta necesario. Lo único que me quedó más o menos claro es que desde aquella ceremonia parece ser, que ya no necesito usar drogas psiquiátricas.